DON CARMELO ELÍAS

Si había alguien poco querido en El Bermejo, era Don Carmelo Elías. Jodido el viejo, solitario. Don Carmelo vivía abrazado a la guita. Por años había hecho fortuna cuatrereando terrenos. Desconfiado…, desconfiado como nadie. Cuando iba al Banco a renovar plazos fijos, pedía hablar con el Gerente, y cuento esto sin correr una coma, tenían que mostrarle la bóveda diciendo que esos billetes, esos que veía, eran de él, se arrimaba, los tocaba, los olía, y recién ahí se volvía tranquilo para la casa.

Allá por los inicios del siglo pasado, el viejo salía con pistola en cinto a afanar escrituras. Se dice que a los primeros habitantes de acá, fueran herederos o usurpadores de las tierras de los Huarpes, les metía el cañón en el pecho, corría el seguro, y les mostraba unos papeles sacudiéndolos en mano como si fuera el pañuelo en una zamba, mientras en el cinto, el brillante facón manejaba el amedrentamiento.

– Firmá che-, eso decía, sólo eso y bastaba. Los viejos, las viudas, los jóvenes, no le importaban a Don Carmelo, a quien encontrara como dueño, tenían que firmar ahí nomás, de miedo que daba. Jodido el viejo. Después, contento, se rajaba para la casa entrando por los callejones de lo que hoy es la Profesor Mathus. La tinta aún fresca, se iba cagando de risa, pateando matorrales, matando a balazos pericotes que se escondía evitando el encuentro.

Nadie sabía la edad de Don Carmelo Elías, arrugado hasta en las uñas, algunos decían que tenía ciento cuatro, otros que no, que noventa y siete, y así iban buscando acertar a la edad, hablando de bajito, ni que se entere del chusmerío. Acta de nacimiento, no había, nunca la presentó en trámite alguno. En el Correo de El Bermejo, enfrente al triángulo, iba cada tanto, pobrecito o pobrecita quien se animara a rumorear la fecha de nacimiento, ni era la cara de él tampoco la que estaba estampada, pero…, fuera hombre o mujer el que atendía, muerto sería por hablar che. Por un chisme menor que ese, para el lado del Sauce, se dice que el viejo había dejado abierto al Mario, desde el ombligo hasta el cuello, usando el facón afilado hasta el mango en el taller del Wally  Fuster, y uno ya sabe como afila ese hombre, un mago con los metales, a ese facón yo lo he visto cortar hasta el viento en los días de Zonda.

Algunos años atrás, y no tantos, todavía se lo podía ver cabalgando por la Avellaneda yendo a comprar alimento para los perros en el PetShop del triángulo. Ataba las riendas del Marroncito al árbol, y entraba como dueño de todo, bombachudo, cinto de cuero, alpargatas y gorrita ladeada, chueco hasta el cuello iba con su paso lento y acompasado. Daba miedo de solo verlo.

Sabe Dios por qué, para los creyentes digo, a esa alma vieja y andadora se le cruzó por el camino la chica esta, y digo así porque ahora no me sale el nombre. Ahí me acordé, Marcela. Esa misma. Y cuando digo chica es por la edad, porque la piba medía metro ochenta y cinco, sí, una lunga perfecta para el voley o el basket que no pasaba los veinticinco años de edad. La chica esta, flaca desde la nuca hasta el talón de Aquiles, se le cruzó, y no en la calle ni cuando el Carmelo pasaba levantando polvareda por los callejones, no, estábamos todos reunidos meta cerveza en lo del Melli, alguna que otra pizza de muza y unas papas fritas, cuando apareció Don Carmelo Elías. Desde la puerta ya se le veía la estampa, inconfundible, petiso con problemas hasta para subir los cordones de las veredas. Se batió la puerta e Inició la arrimada al mostrador, silencio en la cocina, hasta los fuegos de las hornallas quedaron mudos, el Quique petrificado, el Sergio detrás del mostrador escondido y arrodillado. No era por la figura que el Carmelo inspiraba más miedo que respeto, era por el facón, porque al viejo, como ya dije, ni la edad ni la altura lo ayudaba, apenas veía entre los párpados casi cerrados como de muerto reciencito. Su mano derecha la escondía en el bolsillo para disimular el temblor. Cuando llegó al tablero pegó un puñetazo en la madera, así como pudo, la pera le llegaba justo como para ver quien había del otro lado, casi daba ganas de ayudarlo y que golpee tranquilo. ¡Pero qué mierda!, quien lo iba a levantar de los sobacos, un atrevimiento, una vergüenza para el hombre. Se rumoreaba, eso sí, nunca comprobado, que tenía un ojo asomado en la nuca, justo debajo de la boina, sin párpados, siempre atento, te veía hasta cuando no estabas. Desde las mesas, lo relojeábamos y seguíamos chupando en silencio. Don Elías pegaba saltitos cortos para llegar con el puño y hacer algo de ruido. Y ahí fue lo de la piba, la lunga, la Marcela, nuevita en El Bermejo, soltera sin novio conocido. Viendo el espectáculo de un viejito a los saltos llamando la atención, le agarró una ternura de esas que no se empardan, arrimó una silla de las nuevas, y lo levantó como a un bebé dejándolo parado encima y a la altura de cualquier cristiano. Si antes había silencio en lo del Melli, imaginen viendo eso, todos los ojos se nos fueron al facón, y reculamos en los respaldos como si fuera a nosotros que nos vendría el degüello. Pero cosas raras hay en la vida, y más por estos pagos de El Bermejo donde ya nada asombra. Don Elías la miró a la lunga, así, a la misma altura, enfrentados ojos con ojos, y donde con otro hubiera habido una matanza por la intromisión, ahí fue puro amor desde el primer encuentro. La beso en la frente, ella en la mejilla, y partieron los dos de la mano con una docena de empandas envueltitas en papel blanco.

Demás está agregar, que tuvieron a los tiempos mellizos frutos de ese amor nacido, y hasta Don Carmelo Elías cambió tanto, pero tanto, que alguno de los lotes por él cuatrereados, los empezó a donar para la gente que no tuviera donde vivir. Así es El Bermejo, raro che, raro.