EL PRIMER AMOR

Por Roly Gimenez

Pocas cosas quedan registradas con más fuerza en la memoria de una persona que el primer amor. No hablamos aquí de la primera novia, que ha gozado siempre de especial atención por parte de escritores y artistas a la hora del recuerdo. Hablamos del primer amor, aquel que generalmente nos quemó como una braza (por usar un término de cantante melódico) pero que sin embargo nunca alcanzó a concretarse en los hechos. Por varias razones. La más importante, sin dudas, es la referida a la escasa edad de los protagonistas: generalmente el primer amor nos llega en la infancia, entre los cinco y los diez años, y uno a esa edad no maneja estas cosas. Es preferible que así sea, de lo contrario estaríamos en presencia de un purrete petulante y pagado de sí mismo. Cuando uno es niño es capaz de enamorarse con locura de personas que ni se lo imaginan: una vecinita, la maestra de segundo grado, etc.

Como puede suponerse, yo también tuve mi primer amor. Quizás no fue el primero, pienso ahora, pero los anteriores, de tan fugaces e inconsistentes, no habían dejado huella. Ella iba a séptimo grado conmigo, se sentaba delante de mí. Y por supuesto, al finalizar aquel 1977 sucedió lo más temido: no nos vimos más. Pasó mucho tiempo hasta que tuve la oportunidad de volver a encontrarla. Podría decir treinta años, pero no lo digo porque asusta. Ella estaba comprando en un comercio de la ciudad al que yo acababa de ingresar con el mismo fin. Al principio no reparé en su presencia, hasta que escuché una voz inconfundible, que el tiempo casi no había afectado. Era la misma voz de aquellos días de la mancha en el patio o el “presente” en el grado. Increíblemente, en algún lugar de mi memoria ese sonido seguía latiendo, esperando el momento de salir. Mi reacción fue instantánea, giré la cabeza y la vi, parada en el mostrador esperando pagar. El tiempo casi no había pasado en su rostro, seguía con ese brillo inconfundible en los ojos y esa cara de niña que la caracterizaba. Casi sin pensar miré a su costado, esperando ver la figura de su madre, que por aquellos días era maestra en la misma escuela. No estaba y caí en la cuenta de que tres décadas es mucho tiempo. Estuve tentado de acercarme, pero algo me lo impidió. Quizá el instinto de conservación. Es más, tuve miedo de que me viera, aunque lo más probable es que mi presencia no significara nada para aquella mujer. Al fin y al cabo, era yo el que no había podido olvidarla. De nuevo tuve el impulso; no era fácil, quién sabe cuántos años pasarían hasta volver a verla, si es que eso ocurría alguna vez. Pero también era un riesgo que no estaba seguro de querer correr, porque en caso de hablarle podían pasar dos cosas: la más probable era que ella, luego del desconcierto inicial, hiciera ingentes esfuerzos por traerme a su memoria pero sin lograrlo, hasta ensayaría alguna disculpa piadosa. Confieso que esta alternativa me aterraba. Otra posibilidad era que me recordara pero dejara entrever que yo no había sido su primer amor ni mucho menos, hasta quizá confundiera mi nombre con el de otro. Esto no cambiaba mucho el escenario, seguía siendo terrible.

Todo esto pensaba yo mientras ella pagaba unos artículos que había comprado. No hizo falta mirar mucho para advertir que se trataba de cotillón para un cumpleaños infantil. No sé por qué pero esto me atormentó más: uno supone que una mujer casada y con hijos ya no recuerda nada de su pasado, con lo cual la tercera posibilidad ─esto es, que apenas yo me acercara me reconociera y al rato terminara confesando que tampoco había podido olvidarme─ era la más improbable de todas.

Así estábamos entonces. Tenía frente a mí a la niña que fue mi primer amor. Hoy era una mujer que quizá ni recordara el nombre de la escuela. Tenía la posibilidad de saber a ciencia cierta si en todos estos años ella me había recordado.

Tuve la posibilidad pero, cobarde como soy, preferí no averiguarlo y me marché en silencio.