Ella, Ana Beatriz Rodriguez, fue mi compañera durante casi toda la primaria, y eso sí que es decir mucho tiempo. Vivía a dos cuadras de casa, y desde muy pequeños nos habíamos cruzado en la calle de los juegos y en las plazas de las miradas. Los niños de aquellos días vivíamos el disfrute de ser libres el tiempo completo. Puedo recordarla desde los seis, así es mi memoria imborrable de aquella niña. Llegaba a la plaza de la mano de su madre, y al soltarla, corría de inmediato a abrazarme. Nuestros encuentros, en esas tardes de maromas y columpios, eran el punto final del día, su broche de oro. Debo decir que las sonrisas más plenas y verdaderas las di por aquellos tiempos, sin compromisos, sin tapujos, con la mayor naturalidad que dan las libertades completas.
Ana Beatriz Rodríguez, hacía bailar sus chapecas atadas con cinta blanca, y a veces azul, pero su luz, estaba en la sonrisa, su boca, sus dientes, su rostro al sonreír se armaba de dicha en ella y en mi. Desde los seis hasta los diez, nunca vi otra sonrisa que se le igualara, y por estos tiempos de adulto, creo que tampoco he visto algo parecido, aunque uno siempre hace ficción de los recuerdos, seguramente, sonrisas como la de ella deben haber habido muchas a lo largo de mi vida, y también las hay y las habrá. Pero así es la mente, lírica.
En la escuela, nunca fuimos compañeros de banco, por esa estúpida modalidad de época, que persiste aún en muchos lugares, donde lo normal era juntar a los varones con los varones y a las nenas con las nenas, ojo con la mezcla de sexos, con los juegos iguales, un peligro. Sólo esas mañanas de clases, eran el instante de lejanía entre ambos, donde la vida hacía un paréntesis, que luego, culminaba en la dicha del encuentro. Hasta aquel día, que por un enojo, de los que uno nunca entiende ni como llegan ni a donde van, Ana Beatriz se alejó de mí. Pasamos a ser desconocidos. Nos apartamos de las calles, de las plazas y de las maromas. La vida se hizo silencio. La vida no fue la misma.
Rafael Gomez, que era mi hermano de banco y de las confidencias, me decía que la olvide, que niñas para jugar hay miles, que vayamos a la plaza y demos energía a lo nuestro, y ya. Pero Ana Beatriz Rodríguez no era cualquier niña, Ana Beatriz Rodríguez era la niña de las chapecas, la de las cintas y la sonrisa que desterraba el mundo sombrío de los techos de chapas, de la lluvia que se metía por lo huecos y caía sobre la cama, del lodazal para entrar al barrio, del frío que no dejaba dormir en los inviernos de El Bermejo cuando el brasero se apagaba, cuando la garrafa de gas nunca alcanzaba, y mi madre decía -con qué crees que hago la comida Pablito, deja de protestar y tapate bien, ya va a pasar este invierno y atrás viene la primavera-. Ni mi madre, ni Rafael Gomez, ni nadie, me convencían de lo que yo sentía, el frío permanecía sin garrafa y Ana Beatriz estaba clavada en mi mente y en mi piel, en mi niñez. Como uno ya sabe, los años pasan y lo vivido no desaparece sin motivo alguno, a los amores hay que taparlos con otros amores y al frío hay que doblegarlo a fuerza de calor y frazadas. Se aprende a los golpes, con esfuerzo.
Por esos tiempos me iba mal en las clases. Los bordes de los cuadernos estaban repletos del nombre: Ana Beatriz, Ana Beatriz, Ana Beatriz. No dejaba hueco en blanco sin su nombre. Rafael se cagaba de risa cada vez que me veía escribirlo. La maestra, la señorita Carmela, que era una dulzura de mujer, me bajaba de las nubes cuando flotaba, y ahí, desde el primer banco, Ana Beatriz me miraba seria, luego giraba su cabeza haciendo saltar las chapecas de un lado a otro, sólo para mostrarme su enojo, después volvía a las tareas y yo a mis disturbios emocionales.
Cuando se mudó Ana Beatriz pensé que me partía al medio, lo supe por Rafaél Gómez, a paso lento traía la gran noticia, con la boca mantenía la torre del helado sobre el cucurucho sin que se cayera un sólo sabor, a puro lengüetazos disfrutaba la noticia, o eso entendí yo con mis diez años y le di un trompadón, que aún hoy me arrepiento, volaron helado, cucurucho y amistad. Todo por el mismo precio.
Así eran los tiempos de la niñez, dolor, alegrías, libertades, miseria. La lupa del adulto tiene esa estúpida deformación, que tras los años, cambia ternura por dureza, juegos por formalidad. Igual, cuando se piensa que la niñez ha desaparecido de nuestras vidas, siempre llega un recuerdo que nos pone frente al espejo de lo vivido. Y así fue con Ana Beatriz Rodríguez. Un día llegó. Estuvo de nuevo cerca. Con mis cuarenta y pico de años encima, iba rumbo al centro sentado en el segundo asiento individual del cincuenta, y ella subió por la cuarta, calle Jujuy. El micro completo, todos los asientos ocupados, ella se paró frente al mío, como si nada, como si el tiempo no hubiera transcurrido, sus dos manos en cada agarre, tan cerca como en los columpios. Quedó a centímetros de mi vida. Tuve la misma emoción de la infancia, de verla llegar con su madre, de correr a abrazarme y jugar, y jugar. Giré mi cabeza y me paré, sentí las manos transpirando y una alegría que me surgía desde lo inesperado. Cuarenta años, y uno no se olvida de la felicidad, ahí estaba la plaza, la maroma de nuevo, las chapecas blancas, la sonrisa… la sonrisa. –¿Querés sentarte?- le dije mientras ella se corría para que yo me pare. Ella me miraba a los ojos agradeciendo. Se sentó sin decir nada. Y me animé, sin recordar porqué fue aquel viejo enojo, el que nunca supimos arreglar, olvidándome de su mudanza, y las ternuras perdidas. Le dije – Hola Ana Beatriz, yo soy Pablo, de la primaria-, ella desde el asiento inclinó su cabeza, sonrió, me volvió a observar y dijo – No soy Ana Beatriz, me llamo Clara- luego volvió a la ventanilla viendo pasar la calle Jujuy que seguía ahí, por la cuarta sección, inmutable como cualquier calle de barrio.
POR: Rubén Vigo