Por Rubén Vigo
El bar se enfrentaba con la avenida, la ciudad entraba por sus ventanales y el Sol comenzaba a incrustarse en los edificios. Ernesto hojeaba el diario y leía con desgano noticias policiales. Tomó el último sorbo, dobló el diario, lo colocó debajo del brazo y salió a la calle con ojos hartos de ver las tardes. Una gota helada le cayó en la nariz y se deslizó hasta su boca, luego otra y otra, la gente comenzó a apurar el paso, otros empezaron a correr desesperados tapándose con lo que tuvieran a mano. El asfalto se rendía ante la usurpación húmeda, se formaban islas y al unirse creaban pequeños ríos. Algún precavido mostraba orgulloso su paraguas generando envidia en la masa humana que huía como en un bombardeo. Ernesto se cubrió bajo el techo de un negocio que vendía chocolates, era un alero plástico de color verde donde el agua chorreaba cayendo muy lejos de sus zapatos. Levantó el cuello del saco y cruzó los brazos para esperar, sabía que en invierno las tormentas no paran fácilmente, era un ermitaño en su cueva, sin apuro. Estaba tan absorto viendo la lluvia que no se percató que a su lado había una anciana, muy viejita ella, agachada, doblada sobre si misma. Las gotas no le llegaban, su columna era un arco donde emergía su cabeza cubierta por un gorro de lana. Se había sentado en el piso para acurrucarse y tener más calor. A sus pies, una latita pequeña mostraba algunas monedas que comenzaban a humedecerse. La mirada de Ernesto encalló en el nuevo espectáculo, y destruido, se embarcó en una tristeza implacable.
No sabía qué hacer, el frío de la noche ya se había hospedado en las calles, buscó en los bolsillos y encontró dos monedas. Se agachó y las colocó de a una en la lata, el ruido metálico estremeció a la anciana que levantó la cabeza para observarlo. Extenuada, igual trató de asirse a la mano de Ernesto y con un lamento resignado le dio las gracias, luego, volvió a la posición de espera, tan marchita como antes.
Esa mujer era una heroína de la ciudad y un ejemplo de las mezquindades. No podía dejarla allí, la tomó por debajo de los brazos para que se pare, erguida era un edifico doblado y vencido. Al asirse a sus manos, los dedos se le incrustaron implacables demostrando un ayuno a perpetuidad. Mientras intentaba conseguir un taxi, Ernesto la vio desde lejos, junto a la vidriera, en un brazo llevaba colgado un bolsito de cuero negro y la mano se aferraba al tarro donde las monedas tintineban solitarias como una mueca de la realidad. El taxi paró delante de ellos y dos mujeres gordas bajaron presurosas para perderse luego dentro de la chocolatería. La puerta del auto quedó abierta, era una gran boca enviando un calor amable. Primero hizo entrar a la abuela y luego se acomodó él junto a la ventana, la viejita era un bollo de arrugas agradecidas. Le dijo la dirección al chofer y partieron, era un halago sentir a esa mujer adherida a su brazo como a una isla. Si había algo de vitalidad en la anciana estaba allí, en sus manos, ellas no se desprendían del estruendo de generosidad que habían conseguido.
Su departamento no estaba lejos y llegaron luego de algunos minutos de andar, le explicó al oído que pasaría la noche con él, en un lugar seco, cálido y que la invitaba a cenar. Al descender, la tormenta estaba en su mayor auge. Sin apuro, fueron esquivando las baldosas flojas hasta llegar a la puerta del edificio, estaban totalmente empapados. El ascensor los transportó al tercer piso, el departamento tenía un dormitorio y la ventana daba al tragaluz, la cocina era pequeña, pero reunía todo lo necesario. La acompañó al baño para que pueda secarse, mientras preparó un plato de sopa caliente. En el armario aún quedaba algo de ropa de su ex mujer, ella lo había dejado hace tres años con un simple saludo, chau, me voy, me tenés podrida. Las prendas sirvieron aunque no fueran del talle de la anciana. Pudo ponerse algo seco y confortable. La estufa precipitó sobre los cuerpos helados un resplandor de vida y placer. La sopa hizo que la viejita sonriera por primera vez en la noche, ahora parecía cabalgar sobre una felicidad perdida con las arrugas amontonadas en los costados de la cara. Mientras la observaba reír, pensó cómo dignifica a las personas el ayudar al prójimo, fondear en esa idea le puso una mortaja a su hastío.
La acompañó hasta la pieza y la dejó en la cama, seguramente para ella ese lugar sería el ombligo del universo. En la calle seguía golpeando el Invierno, lo tranquilizó saber que alguien menos pernoctaría en esas soledades heladas. Se durmió sonriendo en el sillón del estar, sabía que existía un hoy útil y un futuro mejor. Que nadie se salva solo.