Por Ruben Vigo
Y otra vez la niebla. Desde hacía unos años que no llegaba a El Bermejo, pero los viejos dicen que siempre retorna, y es verdad, acá la tenemos. Empieza como un humito débil, apenas blanquecino, y después, es toda una mancha que cubre la inmensidad. La neblina Bermejina no es igual a otras, no, no, no, esta neblina, nuestra neblina, tiene sus particularidades. Por eso en El Bermejo, cuando se retira y pega de nuevo el sol, retorna el júbilo, la vida se pone plena desde la Allayme, con sus feriantes armando las tiendas vendiendo esperanza diaria, hasta el Tambo Guercio, allá por la Mathus al fondo, donde las vacas dan leche a granel con una sonrisa de oreja a oreja. Pero ahora, la niebla está y hay que bancarla, es un patrimonio cultural, viene poco de visita, como el zonda que también jode, pero son nuestros.
Cuando se habla de la niebla de El Bermejo, se habla de la niebla más cerrada del mundo. No se ve nada. Los antiguos dicen que nieblas eran las de antes, cuentan que de pibes les tiraban cucharas soperas por joder, las más pesadas, y ahí quedaban, clavadas en el blanco del aire. Ni el triángulo, ni la comisaría, ni la Capilla, nada se ve. La niebla se traga hasta el sonido. Cada cual se las arregla como puede para hacer las compras, para tomar el cincuenta, o irse a lo del Melli a chuparse unas cervezas con lomo en pan francés. El tren, que viene cargado desde el norte, anda a los chiflazos para no llevarse algún mortal entre las vías o un auto desprevenido que ande arriesgando, pero el silbato, siempre audible hasta Colonia Segovia y más, ahora es un silencio hueco, se hunde en la nube y muere sin estruendos.
Desde que llegó esta niebla, y ya lleva un mes dando vueltas, los negocios no venden nada. La gente anda protestando a los gritos, que por cierto, nadie escucha porque la nube se traga todo. Van vociferando -Y el servicio meteorológico para qué sirve-, -Dónde está el Comisario que no se lo ve-, -La Mosquitera podría haber avisado-. Así anda el pueblo entero protestando sin saber con quién habla, y reconociendo con pesadumbre, que nadie los escucha. A tientas iban Miguel, Antonio, Salvador, Teresa, de arriesgados nomás se animaban, con ruidos en la panza por la hambruna, buscaban alguna despensa abierta en el Triángulo. Palmeaban las paredes de las casas hasta llegar a una puerta abierta, y ahí se metían.
Algunos se descubrían por la voz, por el tono, pero siempre que se gritaran al oído, labio y oreja unidos. Grave problema, primero había que saber donde estaba el oído, y se llevaban grandes sorpresas. Así le pasó a Cecilia, creyendo que estaba con Pedro, y entre protesta y protesta le largaba confesiones y más confesiones, hasta las más íntimas, y al final era un viajante que venía buscando el Pet Shop donde descargar las bolsas de comida para perros. La Cecilia se puso re colorada, igual no se le veía, se fue para las casas, pero terminó agarrando hacia el Sauce, la frenaron dos mujeres que intentaban entrar al Tambo Guercio para comprar algo de leche y unos quesos.
Esta niebla, que hasta los viejos asombraba, terminaba justo en la Pedro Molina, de ahí para el sur no había nada, el mundo transcurría en una vida totalmente apacible como era en aquellos lugares. Eso comentó un pibe que buscaba cartones montado en su carretela y que había pasado al otro lado desafiando el miedo por buscar una moneda.
Hubo infidelidades, varias, claro, pero de nombres mejor no hablar, porque no hay tampoco veracidad de los hechos, si no se veía nada, cómo culpar a pobres humanos que dieron el mal paso a ciegas y sin oírse. Ahora que hubo las hubo, imaginar dentro de la nube, al tanteo y gritándose al oído, mmm… seguro que alguno o alguna se fue de rosca, la excusa era perfecta. Uy, perdón, no me di cuenta.
Tres meses duró la niebla en El Bermejo, y un día amaneció tan limpio el aire como si nunca hubiera estado la mancha blanca. Volvieron los negocios a florecer en sus ventas, el Pocho con la pollería a pleno, la heladería entregando cucuruchos repletos de crema. La gente con sonrisas. Lo raro, aunque los más viejos sonreían por lo bajo y se miraban cómplices, eran algunas cucharas tiradas sobre la vereda de la Avellaneda, nadie supo de quién eran, nadie las reclamó, y entonces Alfredo se las llevó para su casa, como para las primeras sopas del invierno que llegaba.