Audio y texto por Rubén Vigo
-Sí Miguel, ya sé que hace frío, tomá el yerbeado que está caliente-
desde el piso, sentado en bolsas de nylon y cartones, el Miguel miraba a la
madre que estaba de espaldas, el pelo negro y suelto le paseaba hasta su
cintura. Con la cuchara de madera la Lucy removía la olla de aluminio, negra
de tanto meter leña. El arroz se lo convidó una piba rubia, jovencita, con
trenzas, iba repartiendo familia por familia lo que juntaban. Montada sobre el
mechero, la olla se hamacaba y el viento hacía flamear la llama azul. La garrafa
era chica y prestada, le dijeron que estaba bastante usada, rogaba que no se
acabara antes de terminar la comida.
-¿Estás bien Miguel?- le preguntó sin sacar los ojos del arroz, él hizo que sí
con la cabeza, mientras inclinaba la taza tomándose todo el tibio yerbeado.
Para el Miguel, con cinco años, el lugar era enorme, una dura aventura, por
más onda que le ponía, el frío le estremecía la piel dentro de ese cuadrado que
dibujaban los hilos.
Un muchachón grandote trajo los troncos, los cuatro sobre el mismo
hombro, con pico y pala hizo los pozos casi jugando, no era rubio, era de piel
oscura, pelo duro, cortito. Metió las maderas y rellenó con tierra apretando
hasta que no se movieron más. Quedaron derechos como columnas de
cemento. -Ya está doña, enseguida pasa algún cumpa y le clava unos nailons-
Así como llegó se fue, después supo que le decían Carlitos, con ese tamaño…,
Carlitos.
La Lucy y el Miguel quedaron sentados en dos banquitos de madera, al
lado, la garrafa bombona y un bolso a cuadros, de esos grandotes de plástico
que se llevan a las ferias. Los cuatro palos a los costados dibujaban el límite y
la promesa de algo propio, por fin, algo de ella. Miguel se terminó el yerbeado,
fue como si le hubieran puesto una estufa en la panza, tenía los cachetes rojos
por el calorcito de adentro. En la tarde, promesa cumplida, vinieron con el nylon
negro y lo dejaron firme, aunque el techo algo se movía por el viento que se
había levantado. Igual, el señor, como de sesenta, de bigotes blancos y
arremolinados cerca de la comisura de los labios, con voz gruesa le dijo, -No se
le va a salir mijita, estése tranquila, se lo garantiza Tito- el hombre sonrió
mientras tocaba la cabeza de Miguel y le daba un camioncito de madera. Ahí
nomás el viejo se fue para seguir metiendo plásticos en más palos. La Lucy se
le quedó mirando, a lo lejos, el sol era un dibujo tenue, la noche llegaba y los
bultos negros, flameantes y esparcidos en el terreno, trepaban entre los
charcos, parecían lo único existente del planeta. -Máaa… ¿acá nos vamos a
quedar?, me gusta más que la pieza-, Miguel lo decía con esa vocecita de
cinco años, finita, correcta, lapidaria, necesitada. No es que a Miguel no le
gustara la pieza, había estado en lugares peores, es que el techo se llovía justo
donde ponía los juguetes, y no tenía ventanas. Sí, eso era lo peor. Ahora el
pibe miraba junto a Lucy, los dos parados y tomados de la mano, que el
universo era una vidriera gigante con hongos oscuros que se perdían más allá
de la vista de ambos. Ahí es donde Miguel, sin darse cuenta, le apretó fuerte la
mano a su madre, ella torció la cabeza y lo observó, tenía una expresión tan
clara. No dijo nada más, pero los cinco años sonreían, le trepaba desde
adentro un felicidad contagiosa. -¿Acá nos vamos a quedar má…?- repitió. -Sí
Miguel- lo alzó en brazos y a ella también le brotó una cosquilla en las
entrañas. Qué alta es mamá pensó, desde arriba se veía mejor, tenía los ojos
abiertos y asombrados. Dos chicos pasaron corriendo y lo saludaron con la
mano en alto. ¡Chau! Todavía tenía los cachetes colorados cuando Lucy le
plantó un beso y lo zamarreó, hasta bailaron cumbia sobre la tierra, levantaron
polvareda en el único lugar donde no había agua.
Esa noche previa, le dijeron en la pensión que había un lugar en el mundo para
ella, ella que nunca tuvo nada salvo golpes, que sola crió al Miguel, agarró el
bolso y no lo pensó dos veces. Se subió al camión. Tal vez sea cierto…, tal
vez. La esperanza, por más fracasos en la vida, siempre es el arma de les
pobres. Familias con chicos, una viejita sentada en la esquina apretando una
valija, un hombre que ordenaba, ahí apretados en la caja del camión, sintieron
el calor en esa madrugada fría.
Miguel se despertó por los gritos. Lucy estaba afuera de los plásticos mirando
como se destrozaba el futuro. El humo a lo lejos era elocuente. Miguel, aún
tapado con las frazadas, boca arriba, su espalda sobre el cartón del piso, sintió
que se abría la pared inventada, apareció una bota negra pateando la
intimidad, y el camión de madera, ese que le hizo Don Tito, voló hecho astillas.