Don Alberto andaba por los noventa y seis, digo yo, era más viejo que
viejo, estaba pasado para casi todo. Don Alberto había visto crecer a El
Bermejo. Sobre esta tierra, apenas secos los humedales, los ladrillones de
adobe levantaban las primeras casas y la lagunita era el mar del barrio, él…, él
ya andaba por acá en alpargatas metiendo esfuerzo. Ahora, arrugado,
cansado, lo sientan todas las tardes en la esquina de la Mathus y Limón para
sacarlo a ver algo, y ahí queda el viejo, depositado frente a la brisa inexistente
del verano Bermejino. Don Alberto pone los ojos inquietos del auto amarillo que
pasa, a la chica en bicicleta, del carolino inmóvil, a la mujer que saluda. Las
catas, a puro grito, le hacen levantar la cabeza mostrándose orgullosas entre
las ramas, salpicando el cielo de verde cuando se van en vuelo. Don Alberto ve
pasar la vida así de quieto, inmóvil entre las frescas sombras, escuchando a las
hojas que lo aplauden cada tanto, asombrado…, asombrado de durar sin saber
para qué.
Los que venimos desde el oeste, mirando por la ventanilla izquierda del
auto o del cincuenta, enfrentamos esa esquina justo a la mitad de El Bermejo, y
ahí está el viejo, entre los árboles, como una estatua sentada, las dos manos
apoyadas en los muslos, y su mirada que dice lo que no dice su palabra.
Imposible resistirse a la pregunta, y pensamos, hasta cuándo, nadie lo dice,
nadie comenta, pero cada cual especula sobre la sorpresa de que ya no estará
en algún momento, así, de un día para el otro, y es algo tan natural eso del no
estar más, algo que nos pasará, claro…, eso, lo del paso del tiempo pasa, es
una verdad a luces cierta. El viejo nos sigue sin mover el cuello hasta que
desaparecemos de su territorio, de su vista. Tiene los ojos vidriosos,
transparentes, casi no existen detrás de los lentes, la boca abierta, ausente de
cosas dichas que ahora se pierden en los huecos de la mente y del olvido. El
viejo parece sobrar en este mundo, es un montículo de ropa sostenida por los
huesos, un cuerpo que ahí está, o tal vez imaginamos que existe.
Don Alberto, sentado en el escalón, deja colgar las piernas en la tierra
con sus zapatos opacos, secos de tanto andar. Los dedos se abren paso como
serpientes calientes que abandonan el cuerpo entre el cuero quebrado. Pero él
no está solo, a mí me pasó, y creo que solo a mí. Aunque nadie me crea, igual
vale la pena contarlo. En algunas tardes, con esa mirada corta que uno hace
mientras maneja, lo veía conversar con alguien a su lado, mover los labios y
arquear la cabeza hacia el costado, mirar para abajo y volver al costado como
si le estuvieran dando charla. En una de esas pasadas, el viejo hacía que no
con la cabeza, en otras que sí, y en una, sólo en una, memorable aquella tarde,
lo vi reírse, pero a lo bestia eh, con carcajadas sin dientes, con alegría de estar
vivo, carcajadas con sonido digo, aunque sus risotadas no se podían escuchar,
porque como siempre, un avión arañaba el aire de la Mathus matando los
ruidos propios de El Bermejo. Esa fue la última vez que vi al viejo, dicen que
murió, no sé, no estoy tan seguro, esa última tarde lo vi tan feliz, tan parte de
todo, tal vez se fue a algún lado, donde lo esperaban con ganas de hablar de
cosas pasadas, porque los viejos nunca se van del lugar donde hicieron raíces,
donde metieron lucha para que crezcan sus gurises, donde abrazaron nietos y
regalaron caramelos, donde en las noches de luna, leyeron cuentos bajo la luz
de una vela. Don Alberto seguirá por acá, dando vueltas, metiendo la zapa para
que las malezas no se coman el espaldero, espantando a las catas de los
almendros, abriendo acequias para que sigan repartiendo el agua que nos
mantiene vivos.
Cada vez que paso por esa esquina, miro por las dudas, ya se me hizo
costumbre, total, la esperanza nunca se pierde, en una de esas, qué se yo, en
unas de esas el viejo aparece, y tal vez, hasta me salude.