Y un día se creó El Bermejo, seguramente fue al amanecer, porque las cosas buenas siempre suceden al amanecer. No puedo imaginar a El Bermejo creado en verano, a pleno mediodía, cuando el sol quema, cuando cae a plomo y las sombras son la vida misma de quien transita. Muchos creen que El Bermejo no existe, que es una leyenda, un invento de algún paisajista o de un escritor, que El Bermejo fue pintado por un loco y que sería inútil que existiera un lugar donde los abrazos son necesarios como el agua, y la sonrisa y la esperanza una moneda paralela.
Los insensibles tienen miedo de recorrer la Mathus, o de internarse por algún callejón y quedar varados sin retorno. Saben que El Bermejo atrapa a los viajeros y les hace perder el rumbo, que todos terminan por levantar cuatro paredes y un techo, ponerse unas sandalias, y en cuanto sale el sol preparar la bombilla, la yerba, el agua que no hierva y escuchar el silencio que habla de historias antiguas y recientes. Los insensibles no pueden defenderse por estas tierras, se les caen las murallas y se adhieren a la realidad de las arboledas para no salir nunca más de estos bosques.
Pero El Bermejo existe y es así, un lugar donde lo imprevisto sucede. En las mañanas se puede oler el mar de la costa chilena mientras cuatro zorzales se sientan sin temor en la mesa de cualquiera. Los gallos suelen cantar sin horario, sin sentido, sólo por cantar, y en el aire, en el aire suenan tamboriles a lo lejos sin que nadie pueda encontrarlos. En El Bermejo mientras las palmeras crecen junto a los pinos y los sauces eléctricos tiran serpentinas de hojas, un hombre va atrapando colores y les da libertades nuevas y otro suelda esperanzas en hierro, para que duren. En El Bermejo los almendros alimentan a las catas y las higueras dan brevas por amistad, sólo para ser regaladas entre vecinos a cambio de un mate y charla.
En el centro de Mendoza y por las mesas de los bares, se especula entre los señores de traje cómo tapiar la entrada a ese lugar irreverente, ya que se corre el riesgo de que todo aquel que vaya por la avenida costanera hacia el norte, ya sea por error o por voluntad propia, ingrese por la Mathus y sienta ese inmenso placer interior que nadie sabe de donde viene pero llega. Todos sabemos que el miedo es enemigo del placer y la alegría, que el miedo es amigo del poder y el poder no puede con la emoción.
Un mal ejemplo, eso es El Bermejo, así repiten unos y otros y se trenzan en profundas discusiones antropológicas y científicas, pero, nadie sabe cómo resolver el dilema, cómo hacer que en estas tierras la gente no ayude al vecino, no cante por la Maure, no baile en la Plaza de Las Artes y no ría en el Bar de los Mellizos, lo que sí saben, es que podría ser contagioso y expandirse, y quien es dichoso y solidario, rara vez vuelve a tener miedo.
POR: Ruben Vigo