ESE ÁRBOL TAN TURRO

Por donde la miraras, la cancha era miserable, no encontrabas una chepica ni con lupa, las piedras sobresalían como navajas, más que una cancha se parecía a un campo de batalla. La Araujo era de tierra, cuando pasaban los autos parecía Londres con niebla, ni sabíamos donde carajo quedaba Londres, lo veíamos en fotos, pero viste que tanto decirlo y decirlo, parece que fuera acá a la vuelta, un barrio más de El Bermejo. Por allá en el tiempo, cuando éramos chicos, rependejos, el tener una cancha daba grandeza. Ahora lo pienso de huevón viejo, y la importancia se pierde. ¡Cómo disfrutábamos!, las camisetas, la pelota, salir desde el vestuario al tranquito saludando a la multitud que eran cinco chupando una birra helada. Como de primera nos sentíamos.

El vestuario era el baño de Carlitos, le habíamos puesto un cartel de madera con pinceladas rojas, BESTUARIO. La casucha era de tres por dos y de chapa, el inodoro era un agujero en el piso, así que agarrate como puedas, sino, te caías de culo sobre tu propia cagada. Colgado en un alambre estaban los pedazos de diario viejo para limpiarse. Nos cambiábamos siete adentro de la cajita de lata, meta empujarnos para ver quien se desplomaba primero, menos el dueño de casa, a él se lo respetaba, lo poníamos en un rincón. Salvado Jarrito.

Todavía no dije nada del árbol, justo el centro de la historia. Se entiende que en una cancha no puede haber un árbol adentro, cualquiera se las emprendería con un hacha y sería pura leña. Acá, el árbol, era parte de la cancha, era un emblema, era del equipo. El árbol estaba delante de uno de los arcos. Frondoso, gigante, de ramas gruesas apuntando al cielo. El equipo que viniera a enfrentarnos, sin saber que existía, se quedaba embobado mirando.

-Che, ¿y eso?- primera pregunta del oponente.

-Un árbol- respuesta de Carlitos, dueño del árbol.

-Ah- final del diálogo del oponente.

Carlitos no era de esos pibes que daban explicaciones largas, al terminar la respuesta se retiraba y los vagos quedaban mirando las ramas y a los gorriones que boludeaban de un lado al otro. Un impacto, ya íbamos uno a cero antes de empezar.

Era difícil ganarnos de local, éramos casi invencibles, teníamos el macizo a favor, ninguna duda. Los equipos que nos conocían, hablaban de cómo hacerlo cagar. Pensaban incendiarlo, otros meterle veneno en las raíces. Pero en el lote estaba Boby, el perro del padre de Carlitos, un Gran Danés negro más malo que la mierda. Durante los partidos, vivía atado con una cadena como para osos, pero cuando nadie quedaba, vivía sus libertades, y el árbol, era su baño, quién se lo iba a tocar.

A varios se nos puso en el bocho ponerle camiseta con número y todo, era defensa o delantera según avanzáramos o defendiéramos. Él, firme, nunca en orsay, te daba centros, paredes, rechazaba, descolocaba a los contrarios. Cuando la pelota caía dando tumbos contra cada una de las ramas, nosotros, sabedores de sus dotes, la esperábamos en el lugar justo. Nadie comprendía la magia de ese árbol, pero puteaban de lo lindo, protestaban, se retiraban perdedores y ofendidos, hasta alguno se animó a pedir tarjeta roja porque la pelota había quedado enganchada en una rama y hubo que bajarla a piedrazos, se le cagaron de risa.

En invierno, la de cuero rebotaba con lujo, todos con facilidad la veían caer pero sin saber el lugar preciso, nosotros sí. En verano, las hojas tapaban las miradas indiscretas de los contrarios, pero sabíamos los huecos, y la bola llegaba con disimulo a los pies para otro golazo, porque el árbol era nuestro, era el 10 o el 2. Invencibles che.

La mañana de aquel domingo, jugábamos contra los lecheros, partido difícil si los había, los pendejos medían como metro setenta, apenas le llegábamos a la cintura. No agarrábamos una, estábamos perdiendo tres a cero, lo que se llama un baile. Faltaban diez minutos y avanzaban de nuevo, llegó un centro llovido, saltó el nueve de ellos como si tuviera alas el guacho, cuando la pelota se le arrimaba a la frente y el vago iba dibujando un movimiento perfecto desde la cintura siguiendo por el cuello, cuando estaba listo para mandarla al fondo del alambrado, se escuchó un ruido seco desde lo alto y una rama se le partió en la bocho. Se suspendió el partido, el pibe en terapia intensiva. Diez puntos le dieron, diez.

Nadie más jugó en nuestra cancha, terminamos entrenando en plena calle. Desde afuera mirábamos al árbol con pena, sabíamos que tenía puesta la camiseta del club, que siempre la transpiró, pero lo abandonamos, nadie lo defendió y eso que nos salvó de una goleada. Al tiempo dejó de dar hojas y en un año se secó. Justo ese invierno, en Mendoza hubo frío desde Marzo, caían unas heladas que se congelaban hasta las acequias, el viejo del Carlitos lo hizo leña, viste, la guita siempre faltó por el barrio, total, si igual nadie más iba a gritar un gol en la cancha.