¿Vos entraste alguna vez a la casa de Clara?, yo sí, la Clara, la que vive cerca de la bodega, por la Maure. ¿Seguro que no entraste nunca?, ¿no te invitó alguna vez a tomar el té?, qué cosa ché, ella es de invitar, porque la Clara está sola. Yo la conozco de piba, teníamos como ocho años, ella ya vivía en la casa de la curva, así le decían a esa casa por aquellos tiempos cuando yo me mudé al barrio. Ella nació ahí, ¿sabías que los viejos murieron? ¡Ah, sí!, fue horrible, siempre me lo cuenta mi vieja, cuando hay una oportunidad mete el comentario ¡no sea que te pase lo de los padres de Clara! Lo digo para que sepas, vení, arrimate, cuando la Clara tenía un año y apenas había dado los primeros pasos, a los padres los encontraron muertos en la pieza, los dos acostados en la cama, como dormidos, abrazados. Los encontró la Clara. La casa de la curva tiene muchas habitaciones, es de dos plantas, hermosa. La Clara se despertó a la hora de siempre, deseando la leche con tostadas, ella dormía en su habitación, se ve que jugó un poco en su cuna y después lloró, lloró y lloró, y nada pobrecita. Vaya uno a saber cómo trepó la baranda y se fue a buscar a los padres, pero sin llorar, así recuerda ella ahora, porque la Clara se acuerda de todo, increíble, con un añito tan sólo que tenía. No le falla la memoria. Digo que no le falla… o tal vez algo inventa, porque es bastante volada la flaca, años de estar sola, entonces inventa amigos, parientes, padres, ella fantasea bastante. ¿Pero nunca te invitó a ir a la casa? Sí, te creo.
Nadie supo por qué murieron los viejos. Los enterraron a los dos juntos en el Cementerio de la Capital, un cajón al lado del otro. Me cuenta mi madre que había que ver a la nena, a la Clara, paradita delante de los pozos mientras las sogas bajaban lentamente los cajones hacia su descanso eterno. Nada, ni una lágrima, el sepulturero le dio la palita con tierra y ella en vez de tirarla empezó a jugar a un costado, hizo una montañita y nadie se animó a interrumpirla, imaginate, ¿quién? pobrecita.
La casa de la curva es gigante, te lo repito porque vos decís que nunca entraste. Ella vivió por años solita con una señora que la cuidaba, se la puso el Juez, no sabían qué hacer con una niña tan pequeña, internarla hubiera sido terrible. Yo la visitaba seguido a la Clara, hicimos el primario juntos. Siempre tuvo esos rulos que le ves, era bellísima, yo me había enamorado de ella, amores de pibe viste, ambos teníamos diez años. Doña Marta nos preparaba unos licuados de banana con hielo en las tardes de verano y los dos nos sentábamos en el fondo, debajo de un frondoso nogal que hacía de sombrilla. Ahí hablábamos del colegio, de los compañeros, y como siempre, indefectiblemente, recordaba la muerte de sus padres. Contaba lo que vio esa mañana con lujos de detalles, siempre las mismas palabras, las mismas pausas, lo tenía grabado de tal forma en su cerebro que sería inútil intentar que trastabille en el relato, que cambie algún echo, era exacta, perfecta era la Clara contando.
¿Tampoco te contó lo de los padres? Mirá que extraño che, eso lo hace con todos, sino preguntale a Ramiro o a Marcelo. La Clara ahora tiene diecisiete, viste qué belleza, parece de veinticinco, y esos rulos que le caen por la espalda, ¡qué cosa la Clara!, tentadora.
Una sola vez me quedé a dormir en la casa de la curva, no con ella, en otra pieza, ahí fue cuando percibí que pasaba algo raro. A ella no se le nota la desgracia vivida, pero algo había o tenía que haber, nadie sale indemne de tanto desastre. Era de mañana, serían las ocho, recién había amanecido, entre las cortinas ingresaba una tenue claridad y un gallo a lo lejos intentaba ser escuchado. La Clara dormía en la habitación contigua a la mía. Escuché ruidos en el pasillo, como si alguien caminara de un lado al otro sin parar. El pasillo tenía unos diez metros de largo y en ambos extremos había ventanas que daban al parque. Me quedé acostado haciendo silencio, escuchaba con los ojos abiertos y permanecía inmóvil boca arriba, la sábana me cubría hasta el cuello, apenas pestañaba. Los pasos en el pasillo continuaban, eran ruidos agitados de una sola persona. En la casa de la curva estábamos Doña Marta, la Clara y Yo. El ruido era producido por zapatos con suela, seguramente de hombre. ¿Había llegado alguien? ¿un médico? ¿por qué la insistencia de ir de un lado al otro del pasillo sin detenerse? En ese andar no había ninguna interrupción, era llegar a una punta, dar vuelta, y regresar nuevamente, así una y otra vez. Noté mis manos transpiradas, me levanté, caminé descalzo hasta la puerta de la pieza y apoyé la oreja. Afuera la caminata seguía, hasta diría que con más rapidez. Pero de pronto, los pasos se detuvieron, justo ahí, en la puerta. Mi corazón se frenó, no lo sentía latir, en mi pecho había un hueco, quedé pálido, mi oreja todavía permanecía adherida a la puerta cuando estalló desde el otro lado un puñetazo formidable a la altura de mi oído, fue algo que retumbó por todos los rincones de la casa de la curva, y ni te digo dentro mío, que volé hacia atrás, quedando tendido sobre la alfombra.
¿Seguro que nunca la Clara te invitó a tomar el té? Bueno, que raro, si te invita, ¡NI EN PEDO VAYAS!