LA HORA DEL CUENTO: LA CAVERNA

Por Rubén Vigo

No pudo encontrar la calle de álamos, sin embargo, siguió caminando, ese fue su error y también su acierto, se fueron acabando las casas del pueblo y fue trepando lentamente el cerro. Un arroyo viajaba en sentido contrario, el agua estaba fresca y clara, la bebió y se tendió en el pasto a descansar mientras prendía un cigarrillo. Faltaba poco por andar, una pequeña subida y estaría frente a él la entrada a la caverna.

Cuando llegó se detuvo a observarla, la vio gigante en comparación a sus recuerdos. Ingresó a la boca negra que lo tragó sin esfuerzo y caminó confundido. Cuando el silencio y la ceguera se habían apoderado del recinto un miedo implacable lo acorraló, había una respiración a su lado, estaba solo, al menos eso creía hasta que una mano le rozó su hombro. Buscó como escapar por el túnel, gritó con fuerza y su voz se perdió en la profundidad mientras los murciélagos volaron a tientas siguiendo un sendero imaginario.

Daba pena verlo correr y golpearse contra las rocas filosas que le desgarraban la piel. Lo único que lo orientaba era una luz tenue en el incierto final de la caverna. Luego de varios metros se detuvo y apoyó la mano en el muro, se encorvó agitado y buscando aire sin dejar de observar la pequeña claridad de esperanza. El silencio le devolvió un ronquido agónico y era el suyo.

Nuevamente por detrás, sintió una mano que le rozaba la espalda y una uñas le intentaron perforar la camisa. Escuchó un grito como en un sepulcro y era el suyo, saltó varios metros pisando charcos helados y piedras resbaladizas, supo con certeza que alguien más estaba en la profundidad de la montaña, en sus recuerdos convivía un ser siniestro que lo atormentaba en su huida. Mientras corría, observó que la luz permanecía a la misma distancia, sin embargo, lo seducía el saber que era la salida y la vuelta a la vida.

No puso freno a su andar, mientras avanzaba el aire se hacía enrarecido y gomoso penetrando con dificultad en sus pulmones. Por más que aumentaba la velocidad permanecía a su espalda el eco de pasos de quien lo perseguía, era extraño, no se alejaba ni se acercaba, solo dominaba la noche de la caverna generando un terror indomable que se mantenía a su espalda.

Cuanto más se aproximaba a la luz, el frío se hacía más intenso, la humedad generaba brillos fosforescentes en las rocas y perduraban en el aire como luciérnagas, el mundo interior tenía una tenue sensación de claridad.

La sangre se le había secado en la frente y la tenía adherida como pegamento. Agotado, dejó de correr y caminó, los pasos, ahora más decididos, avanzaban detrás de él y se acercaban, los escuchaba llegar resignado, de pronto, una sombra apareció. Un hombre robusto con capa negra se le aproximó, lo vio mientras corría hacia él sin detenerse y en un instante lo atravesó como a una transparencia. Mientras se mezclaba con su cuerpo sintió que se le congelaba la piel, luego se alejó y se detuvo bloqueando la salida que era la única esperanza de regresar a la vida, a su realidad. La luz al final de la caverna lograba perforarlo tenuemente, se la podía ver a través de ese hombre de capa. Tenía que realizar un último esfuerzo, nadie podía salvarlo, estaba él y el hombre de negro, sus piernas tiritaban de horror, sus brazos transpiraban humedeciendo la camisa blanca. Los ojos exaltados observaban sin parpadear al oscuro personaje y detrás de él, permanecía la luz. Debía llegar, era su única oportunidad de vivir. Respiró profundamente, sus pulmones se cargaron de algo parecido al aire, apretó los puños y gritó como nunca lo había hecho. Sus piernas comenzaron a moverse, la imagen negra permanecía inmóvil esperando el choque, él no paró, como una máquina de odio atravesó corriendo a la figura buscando la salida.

En la mañana, un rocío fino cubría el campo, mientras, algunos hombres del pueblo observaban asombrados un cadáver en el fondo del barranco, seguramente de un suicida o un ajuste de cuentas, así dijo la crónica policial, pero su rostro tenía una expresión alegre, como si hubiera triunfado.