-Cuando vengas, no te olvides las alas-, así me dice el abuelo y yo entiendo, sé
perfectamente que quiere decir eso. Desde el viernes me va llamando
-junte latas vacías m´hijito, déle que esto va bien- y yo meta pedirle a la mami y
al papi latas de todo tipo. Eso sí, nunca debo decir para qué son, ese es
nuestro secreto, un secreto en grande, un secreto en serio.
Una vez por mes vamos con mis viejos a El Bermejo, allá vive el abuelo
Rosendo, solo, solito con su gata Ramira. Para mí es una aventura ir al campo,
es lejos, muy lejos, media hora de viaje es como atravesar el continente. Desde
el centro de Mendoza arrancamos muertos de calor, vivo cerca de Plaza
España, el verde más cercano son arbustos y árboles debilitados y tristes
dentro del corral de cemento, -qué sería de nosotros los urbanos sin esa
sombra que detiene la fuerza del sol- insiste mi papi, y yo bajo la cabeza,
pensando como crecen libres y felices los olivos, las higueras y el limonero en
el fondo de la casa del abuelo.
Apenas salimos de la Costanera y nos metemos por la Mathus, a la distancia
se ve trepar el humo desde los parripollos, va jugando entre las ramas de los
plátanos para observar la vida desde el cielo. Las catas van y vienen a sus
nidos que son bolas de ramitas colgadas en las alturas. El mundo es distinto
por acá.
El callejón donde vive el abuelo, no tiene nombre, él dice que es para que no lo
encuentre la maldad, y así será, porque el abuelo nos ve llegar y le brillan los
ojos de alegría, ya sabe que estamos entrando por el desparramo de tierra que
hacemos, el auto apenas metemos ruedas en el callejón pone turbio al aire
como nube de paso. La tranquera está abierta, desde temprano la deja así para
darnos la bienvenida. El primero que baja soy yo, salgo como un torpedo de la
parte de atrás, la negra bolsa de plástico hace ruidos de latas. Los brazos del
abuelo son dos torres que se cierran para contenerme, me levantan como una
grúa, me transportan hacia la felicidad.
-¿Trajiste las latas?- me dice serio, al oído, y yo, con una sonrisa, le muestro la
bolsa y la sacudo. -¿En qué andan ustedes?- pregunta mi papi, pero ninguno
de los dos responde, nos vamos cuchicheando y riendo cómplices para el
galponcito del fondo don duerme el secreto.
Cuando empezamos con el abuelo a armarla, él me explicaba los motivos,
algunas veces entendía algo y otras nada, pero no importaba, porque lo que
valía era el sueño compartido, avanzar juntos. Él decía que los malos
fabricaban herramientas para bombardearla, por eso tenemos que esconderla,
hay que esconderla de los ojos del odio, ella debe brillar siempre, es de todos,
y algunos quieren destruirla. -¿Trajiste las latas?- insistía como si no me
hubiera escuchado, yo las tenía, extendía el brazo y se las daba. Esa bola
brillante y blanca en el cielo, que algún día iríamos con él a esconderla, estaba
a salvo. El abuelo agarraba la bolsa con cuidado, como si adentro hubieran
cristales prontos a romperse, -ya vuelvo- decía serio, y avanzaba lentamente
por la huella del tiempo, lo veía abrir la puerta del galponcito, la cerraba, y lo
perdía de vista por un rato. Desde afuera, por el ruido, escuchaba como sacaba
las latas, iba armando la nave, vaya a saber como, era tan ingenioso. Yo nunca
entré al galponcito donde el abuelo Rosendo fabricaba la nave espacial para ir
a la Luna, ganas de entrar no me faltaban, pero un pacto con él era un pacto.
-Hay que esconderla de aquellos que odian la esperanza y quieren destruirla-
repetía y repetía. Nunca tardaba más de diez minutos haciendo bochinche
dentro de la piecita, y yo, inmutable afuera, sentado en la piedra delante del
duraznero, sin sacar la vista de la puerta, por donde en minutos, regresaría el
viejo con el rostro tiznado de grasa y las manos grandes para abrazarme y
partir de regreso a la casa. Orgulloso iba de la mano de ese gigante con cara
de bueno, ese salvador de la Tierra, que por ser humilde, no quería contar a
nadie que en nuestro viaje, muy pronto, derrotaríamos a los que odian,
esconderíamos la Luna. –Tarea cumplida m´hijito, falta poco y partiremos- me
decía, y yo me iluminaba, -¿querés una chocolatada?-, y él sabía que sí, que
después de regresar del galpón nos íbamos derechito a la cocina donde se
iniciaba el rito de la leche caliente y la barra de chocolate amargo que se
hundía por placer de saberse necesaria, el blanco inmaculado se tornaba en
marrón tibio para que mis labios se llenaran de ternura viendo al abuelo del otro
lado de la mesa chupando su mate de calabaza, depositando la vista en la
ventana, seguramente, ubicando con exactitud donde estaría la Luna en ese
instante.
Un día me pidió un espejo retrovisor de auto, -es para nuestra nave, será para
ver a los humanos cuando vayamos lejos, muy lejos de la Tierra, y entender
que a las espaldas quedan ellos, sin aprender como se vive-.
–M´hijito, la Luna no está tan lejos, mirala, cerrá los ojos, ¿la vés?-, -sí abuelo,
la veo-. –No abras los ojos, mirá el cráter grande, ese de la derecha-, -sí
abuelo-, -ese cráter se llama Andrea, es el más grande de todos, acercate-. Y
yo me acercaba, estiraba los brazos y movía los deditos hasta rozarlo. –Viste
que suave, ¿a qué se parece?- me decía, y yo soñaba, volaba con él –a la
espuma, pero no se deshace, abuelo, no se deshace-. -Tocá el interior, mové
tus dedos en la arena lunar-, y yo tomaba puñados de arena blanca que se me
disolvían en las manos. El abuelo y yo jugábamos por el cielo en aquellas
mañanas de domingo, dos astronautas con un solo objetivo, esconder a la
Luna de los malos que buscaban destruirla.
Un día de lluvia, a los apurones, sin ser domingo, los papis me subieron al auto
para ir a lo del abuelo, ni pude juntar las latas, ni la bolsa, ni nada, fui sentado
en silencio en el asiento de atrás, la tranquera estaba abierta, pero la sonrisa
no llegó, los brazos tampoco vinieron al encuentro, la chocolatada quedó
inmóvil en la mesada, y el galponcito del fondo se devoró el secreto de los dos.
Los papis, me dicen que el abuelo, antes de irse, les dejó dicho que no podía
esperarme, que debía partir a esconder la Luna de los malos, que había sido
muy repentino el viaje, pero que siempre me iba a estar mirando desde arriba,
que siempre iba a cuidarme, para que nunca pierda el camino hacia la
esperanza.