Los Gómez eran de El Bermejo, y los llamaban así, los Gómez. Graciela y Alberto. La Graciela y el Alberto no sabían qué era eso de amar, no conocían el amor, o cómo hacerlo, cómo vivirlo, conocían la palabra, pero la palabra no es lo mismo, nunca las palabras son lo mismo que los hechos. Consumar una palabra cuesta más que decirla. Ellos en la vida se habían dicho muchas veces te amo, o vamos de paseo, o te entrego mi vida, se lo decían y luego sentados en la reposera de la entrada de la casa, debajo del techo de caña, miraban pasar el aire como quien mira pasar el aire. El aire en El Bermejo tiene diferencias notables con la ciudad, decía él, y ella asentía, viste que es de color, sí comentaba ella. Los dos inventaban aire de colores, nubes de plata, y luciérnagas con luz permanente para las noches de verano. La Graciela y el Alberto sabían mucho de palabras, pero nadie les había dicho cómo amar, cómo ser más que dos, cómo encender la luz en cualquier madrugada y mirarse deslumbrados como el primer día que alguien mira al otro deslumbrado. Ellos, cuando llegaban en las tardes a la casa, caminaban hasta el fondo a ver el parral, los dos a la misma hora sacaban dos racimos de uva moscatel, se reían de la tierra, de la chipica y de las catas que revoloteaban, mientras transitaban el crepúsculo con los racimos, como llevando dos tesoros. Los Gómez no se enojaban, pero si alguno levantaba la voz, el otro le acariciaba el pelo o le besaba los ojos, sin decir lo que no había para decir, hasta que se calme. No muy seguido se fundaban silencios determinantes entre ellos, profundos, algo así como el universo detenido, como si aún nada hubiera sido descubierto, entonces, se tomaban de la mano y se acostaban en la cama, uno abrazado al otro para dejar pasar el tiempo de a dos, porque sí. A los Gómez nadie les enseñó a amarse en serio, a amarse como debe ser, o como dicen que es, pero ellos lo inventaron y lo siguen inventando a su modo.
Por Rubén Vigo