LOS SONIDOS DEL SILENCIO

Acá andamos, como se puede, o como ya no se puede. Uno piensa que no hay que abandonar, y en eso estoy metiéndola ganas, resistiendo. Escuche…, escucha?, vio, nada, silencio, eso es lo que queda acá, en el taller solo queda el sonido del silencio. Veo los tornos parados, sin su música, esa que traían cuando galopaban la sinfonía de su esencia, y sabe como se me pone el pecho, acá mire, ve, acá, duro. Pase, entre amigo, que la tristeza no se contagia. Mire como nos miran. Cada máquina detenida es un sueño olvidado, y ellas están atentas cuando les pasamos cerca. Usted se piensa que le andamos dando vueltas y ellas no saben. Ellas saben y ponen sus esperanzas a flor de hierro. Me echan la culpa. Hoy porque está usted, pero sino ya me estarían retando. Yo vengo todas las mañanas, mire, levanto las persianas como si nada pasara. Acá me va a ver siempre, salvo el Domingo que es sagrado, ese día se descansa. A las siete de la matina, como siempre, le entro a la vida, la única que conozco. Por ahí escuché hace un tiempo, a uno que hablaba desde su sillón de gobierno usando una frase, hay que reconvertirse. Reconvertirse en qué Don, esto es lo que yo se hacer, acá río y lloro, acá huelo a viruta, acá siento que soy. 

Le decía, cuando yo ando entre los tornos, las sierras, las cepilladoras, les paso cerquita y las acaricio, como a la familia, -el viejo vino contento-, se hablan entre ellas, -seguro me prende- se dicen unas a otras. Pobres, si supieran del quilombo. 

Mientras andábamos entre las maderas abandonadas y los hierros, se podía escuchar cada paso de los dos retumbando en el silencio. El viejo caminaba adelante, encorvado de tanto agachar el lomo, los ojos hundidos y apretando los párpados como si todavía volara alguna astilla perdida, esas que dormían entre las grietas y nudos del pino, del álamo, o del serio y altivo cedro. Arriba, las chapas del techo jugaban con el sol metiendo bulla, se arqueaban desperezándose de la noche y tirando los primeros calores hacia abajo que después serían fuego en el mediodía Bermejino. 

¿Sabe a cuál quiero más?, de las máquinas digo, porque a Isabel es lo que más quiero en el mundo. La Isabel estaba adentro, ya había metido la pava al fuego, ahora silbaba avisando que era el momento de cebar los primeros mates de la mañana que siempre tomaban juntos, en silencio. Es aquella venga. Y el viejo se detuvo al final del taller, hasta ahí camino por un imaginario sendero de años. Esta me la dio mi viejo, como le dicen, es la herencia. Si usted no entiende de máquinas le cuento, es una cepilladora. Las tablas pueden venir con todos los bigotes que quiera, hasta los más duros, ¿pero ella sabe cómo las deja?, así de suave, como si la hubiera depilado y después pasado crema. Como colita de bebé las deja. Con esta mi viejo me enseñó a domar al árbol muerto para que viva de nuevo. A dar alegría y esperanza a tantos que venían por acá. Los ojos se le ponen vivos y me preguntó ¿usted nunca hizo algo con la madera?, se mostraba ansioso esperando la respuesta. Agaché la cabeza negando, con vergüenza, lo único que había hecho en mi vida, era una repisita en la secundaria, que se desarmó cuando mi vieja, orgullosa, puso encima una jarra con flores.   

Ya veo, usted no sabe lo que es la madera. Mire, es una muerte con sentido, porque el árbol muere, pero tiene un sentido de vida lo que se hace con él, no va a parar al desperdicio. Con la sierra yo corté cada tabla de la cuna de Miguel y Anita, y ahora ya tienen como cuarenta, imagínese el tiempo que le ando en esto. A la Mabel que vive sobre la Araujo, le hice todas las puertas, que hasta hoy, le duran intactas. A la madera hay que amarla siempre, quiere que la cuiden de por vida, por eso estoy con la Isabel, nos sabemos cuidar. Roberto me confió su biblioteca, hasta el techo repleta de libros, él solía leer mirando la ventana, en esas tardes que el olivo ya metía aceitunas verdes entre las hojas y a la higuera se le caían los higos maduros. Ante el peso continuo de la cultura, sabe que nunca se le dobló un solo estante. 

Como le digo, la persiana la levanto igual que siempre, todas las mañanas a las siete, hasta el sábado inclusive. En el barrio la mayoría me conoce, el vivir, el sentirse vivo tiene que ver con ese saludo de Alfredo o de Antonia. Acá es así, en El Bermejo le andamos con el cariño a flor de piel. Si me ven sentado en la puerta saben que no hay laburo, y vienen los abrazos, o la charla para pasar el mal trago. Si al final, a quien no le pasa, hoy las manos callosas están de paro, obligadas por quienes anduvieron gobernando, y a eso ahora tenemos que sumarle esta pandemia. 

Desde el fondo del taller vinimos caminando tranquilos, a paso de no hacer nada. Isabel en la entrada nos esperaba con el mate en la mano. El universo de ese hombre olía a madera fresca, como recién cortada, se lo sentía vivo, sólo dormido, como esperando que algo suceda, que el teléfono suene y llegue el pedido. Un placard entero, mesas varias donde la gente brinde, coma y se ría, sillas para estar mirándose en charlas interminables. Pero el teléfono negro, de esos viejos con ruedita y números, estaba ahí, apoyado, en un silencio eterno. Con Virgilio llegamos a la puerta y él giró observando todo ese olvido que da el fierrerío apagado, me apoyó la mano en el hombro mientras salíamos a la calle y me dijo, -Jodido los gobiernos eh, cómo le cagan la vida a uno, mire, ¿terrible es el sonido del silencio no?-.