Alfredo, se pasaba la mano derecha por el pelo repleto de canas, iba y regresaba una y otra vez, siempre el mismo recorrido, como refregando la memoria. Pensativo. Nunca se acostumbró a eso de Internet, y menos ahora con 85 años. Ni loco iba a leer los diarios en una pantallita, ni siquiera había que mojarse el dedo, era suficiente rozar el vidrio y aparecían las noticias. Mil veces intentó enseñarle Miguel, el sobrino más querido, pero Alfredo estaba encaprichado en mojarse el dedo pulgar con la lengua, y flor de quilombo se le armaba cuando tocaba la pantalla, las palabras se volvían locas, la saliva hacía saltar nombres y fotos. Puteaba un rato y se iba a comprar el diario a la esquina. Nada como el papel.
Malas, todas malas noticias. El diario era un manual de geografía, países, capitales, ciudades y pueblos aparecían en titulares. Protestas que recorrían el continente, gente en las calles con banderas, con gritos. Desde Haití al sur de Chile, marchas y más marchas, -qué desastre-, decía tocándose la pierna derecha donde apenas sobresalía el metal que le sembraron los aviones cuando bombardearon la Plaza de Mayo, ahí dormía su eternidad. Fue por el 55, se empezó a correr la bola que había una revolución contra Perón, y dejó la obra, tiro el balde, el martillo. Estaban atacando al General, así que se fue a la Plaza. -Los milicos quieren sacar a Perón- le gritó Jorge, -¿al general?- le respondió, y Jorge movió la cabeza con bronca, con tristeza, sin resignación. Cuando llegó a la Plaza de Mayo era un infierno, colectivos incendiados, la Casa Rosada humeando, los agujeros de metralla en las paredes, muerte por todos lados. Pasaban los aviones rasantes, venían del río, las balas repiqueteaban entre la gente que corría. Ahí fue donde sintió que se le quemaba la pata, se cayó y rodó unos metros, sentía un dolor profundo y vio que sangraba. En segundos el pantalón quedó teñido de rojo. Un muchacho de mameluco azul lo agarró de un brazo y lo tiró detrás de las columnas. Las balas y las bombas, como en una guerra pero sin guerra, se habían adueñado de la Plaza, un ejército combatía contra un pueblo sin fierros, una guerra que no era. Mataba laburantes. La autollamada revolución libertadora, trajo odio y muerte. Después vino el hambre, las deudas, y la falta de trabajo. También más fusilamientos.
Se mojó el dedo y pasó a otra página, qué bueno el diario de papel. La historia de hoy a la vista, con los ojos exaltados leía como baleaban a pueblos originarios en Ecuador, en Bolivia, a ciudadanos hambrientos en Haití, al pueblo de Colombia, estudiantes en Chile iban con un ojo menos y sangrando. Pero nadie paraba de salir a las plazas y a las calles para exigir un futuro más justo. Había una Latinoamérica de protestas.
Se toca otra vez la pierna que lo lleva al pasado. Hace una mueca de alegría, se le mueven todas las arrugas, se le ensancha la boca y le aparecen los dientes todavía blancos y propios. Se imagina que Perón vuelve, que las metrallas retroceden, que las balas se desintegran en el aire, que no hay heridos ni muertos. Que vale más un poema que una esquirla, que vale más un abrazo que un palazo o una bomba de gas en la cabeza. Parece que la historia da vueltas y vueltas, juega a recrearse, en las luchas y en las muertes, él quiere ver un mejor mundo, algo que valga la pena vivir. Así sueña Alfredo, despierto. Los ochenta y cinco le pesan. Siente que nada fue en vano, que tuvo riesgos, que los pasó, pero hay juventud inquieta que quiere estar mejor, y lee y lee, y da vuelta la hoja, las noticias siguen, nadie se resigna. Y entonces imagina a los ejércitos dejando las armas, una a una las apoyan en el piso, las dejan sabiendo que abandonan la muerte. Imagina que nadie escucha las órdenes de arriba, esas que insisten que peguen, que tiren, que maten, y cuanto más les dicen, más desertan, y sus revólveres y machetes van al piso. Y vienen los abrazos, y el pueblo armado y el desarmado se miran, los dos pueblos son el mismo pueblo, se reconocen, saben que son del barrio, que Antonio es el tío de Jorge, y que Jorge es el hijo de Doña María. Del lado de las banderas, tiran las piedras al piso. Alfredo se recuesta en el diario sobre la mesa. Nunca aprenderá a usar Internet, será para otra vez. La pierna ya no le duele, ni tiene ese calor que a veces se le prende como un aviso del metal incrustado en la carne. El mundo se va haciendo más dulce, más como debería ser. Pueblos hermanados, sin hambre, sin fusiles. Tal vez cree que Perón volvió, o que no se fue en la cañonera, que sigue en la Casa Rosada y no hubo golpe, ni lo habrá, porque el pueblo es todo pueblo. Uniformados y mamelucos hacen huir a quienes ordenan muertes y odio. Y Alfredo se va durmiendo, y se va, y se va con sus ochenta y cinco, se va, pero puta que se va con esperanza, le queda esa sonrisa de alegría, impecable, los dientes blancos y las arrugas que le dibujan una cara joven, como la del 55, pero sin pena.