NO HAY MÁS MUERTOS

Por Rubén Vigo

Cuando voy de El Bermejo al centro, siempre agarro por el mismo camino, si me vendan, el auto va solo, la Mathus, rotonda del avión, hacia arriba por Maipú, y ahí aparece el primer velatorio. Más allá donde la ciudad se hace distinta, calle Perú, otro velatorio. No es que uno decida andar siempre por los velatorios, pero da cierta alegría verlos de afuera, un optimismo irracional, por lo menos por un rato queda la sensación de vida. Si hay algún sitio donde siempre tenés autos estacionados, es en los velatorios, la cuadra repleta, autos de todas las marcas y precios. En los velatorios se junta la sociedad, porque muertos, muertos siempre hay. Para ser equitativo, nacimientos también, pero invertir en una casa de velatorio es garantía de triunfo comercial y a mi por chabón nunca se me ocurrió, el comercio nunca fue mi fuerte. En los velatorios las familias y amigos renuevan sus votos de quererse, en las desgracias somos todos más amables y se liman las asperezas. Los velatorios son un lugar de paz y amor. Ninguna duda, a los humanos nos une la muerte.

Cuando se maneja, existe una extraña memoria visual intuitiva, una cierta normalidad que uno ve en cada lugar que transita, aunque no se esté atento, pero si algo cambia, se encienden luces rojas en el cerebro llamando la atención, algo como que el acontecimiento puede ser importante, o por lo menos que existe algo distinto. ¡Qué loco es el bocho! Y así fue que pasó. Las luces rojas destellaron, primero frente al velatorio de calle Maipú, después en el de calle Perú. Nadie estacionado en ninguno de los dos lugares. Vacíos. Puertas cerradas. Cadenas atravesadas y candados. Cagamos, quebraron. La primera sensación fue esa, uno tiene varios años, y ver quebrar empresas en argentina, no es ninguna novedad. La segunda impresión que me cayó, y más razonable, un velatorio no puede quebrar. ¡Y, NO!

Para las dudas, en la modernidad, se sabe que conseguir la información está a dos pasos. Internet. Google. Listo. No estaba desesperado por saber, pero cuando a uno le pica, le pica. Los portales de noticias de Mendoza informaban que habían cerrado las casas más importantes de sepelios. Quedaban unas pequeñas sueltas por Alvear que para subsistir velaban mascotas, pero en la Ciudad, todas habían cerrado por falta de muertes. Nadie moría hacía ya un mes y yo ni enterado. Claro que no son noticias que uno esté tan atento, sino hay alguien cerca que se muere o un amigo que te dice -viste que se murió Clotilde-, a uno le pasa desapercibido. Superado el asombro se me desató tal algarabía interior, que me morfé de un saque las tres medialunas que había pedido en el bar. Nadie en Mendoza llorando por un ser querido, todos con sensación de inmortalidad, me puse eufórico, los cementerios serían a partir de ahora lugares de camping, las flores crecerían desordenadamente, nadie las cortaría para ponerlas en las tumbas y terminar finalmente pudriéndose en cualquier tacho. Lo autos negros y largos, se usarían como colectivos pintados de colores o como taxis para llevar niños a los colegios, ya no andarían por las calles caravanas de automóviles siguiéndolos a paso de hombre para que todos vean el sufrimiento ajeno y piensen que suerte no fue el mío. Los crematorios serían gigantes asadores donde la gente se juntaría en sus salidas domingueras para encontrarse con amigos y poner unas costillas y punta de espalda, con leña de algarrobo, con hojitas de jarilla seca para darle ese particular sabor mendocino. Por las calles, andarían los tatarabuelos, con los bisabuelos, con los abuelos y con los padres llevando de la mano a los pibes y pibas a los colegios, porque como dije, nacimientos seguiría habiendo. Imagino filas de viejitos saludando a su prole, los niños tardando minutos y minutos saludando tanta parentela llegando tarde a las clases. Los fines de semana, las familias comprando colectivos en vez de autos para trasladar a toda el linaje. Los domingos todos reunidos en mesas gigantes y ollas de ejército para hacer los fideos. Mendoza llenándose de gente con arrugas, pero con rostros de felicidad por no tener que llorar a nadie. Un mundo increíble nacería a partir de ese instante, así es. Miro al cielo y pienso que realmente Dios existe. Una buena para todos. Una para el pueblo.

Cuando le conté a la Negra, me miró, fue a buscar al armario la botella de anís que tenemos para los inviernos, la vio llena, después, tranquila, agachó la cabeza en el telar y siguió tejiendo.