En tiempos donde la política parece cada vez más ajena a la vida cotidiana, es urgente recuperar el sentido de lo público. Las elecciones legislativas de medio término, lejos de encender pasiones, suelen pasar desapercibidas para gran parte del electorado. La abstención no para de crecer. El mensaje es tan claro como inquietante: la representación política atraviesa una crisis profunda, y el desencanto se expresa no solo en el voto en blanco o el voto bronca, sino, cada vez más, en el vacío absoluto: no votar.
Detrás de esa aparente apatía se esconde una desconfianza arraigada. Una ciudadanía que percibe al poder legislativo como un espacio lejano, desvirtuado por el escándalo, los privilegios y la inacción. Desde diputados cruzando fronteras con maletas llenas de dólares hasta concejales ausentes sin aviso, pasando por senadores más atentos a los negocios que al debate parlamentario, el descrédito es comprensible. Pero el peligro está en lo que viene después: si no elegimos nosotras y nosotros, alguien más lo hará.
La columna compartida por la Red de Politólogas de Mendoza pone el dedo en la llaga: hay una desconexión profunda entre quienes legislan y quienes deberían sentirse representados. No se trata solo de ética política, sino de la captura del poder legislativo por intereses ajenos al bien común. Cuando los espacios se vacían de participación, el poder no desaparece: cambia de manos.
Sin embargo, el problema no es únicamente de “ellos”. También hay un relato instalado que desalienta la participación: “la política no sirve para nada”, “todos los políticos son iguales”, “mi voto no cambia nada”. Ese discurso —repetido hasta el cansancio en medios hegemónicos, redes sociales y sobremesas— es funcional a quienes prefieren una ciudadanía pasiva, desmovilizada y temerosa. A quienes quieren transformar al Congreso en una escribanía al servicio del Ejecutivo o de intereses corporativos.
Frente a este panorama, la solución no es la indiferencia. Al contrario: es más política, más conciencia, más discusión colectiva. Revalorizar el poder legislativo como herramienta de transformación requiere recuperar su sentido original: ser la voz del pueblo organizada en leyes. Y eso implica no solo votar, sino también exigir rendición de cuentas, reclamar transparencia, involucrarse en el debate público.
La democracia no se sostiene sola. Hay que defenderla, incluso de quienes la usan para desmantelarla. Y eso comienza por asumir que cada elección, cada banca ocupada, cada ley que se debate —o se archiva— tiene un impacto real en nuestras vidas. Si no lo vemos, es porque ya nos acostumbramos a perder.
Lo cierto es que, en política, el silencio también vota. Y cuando el pueblo calla, otros escriben la historia por nosotros