Cuando alquilé la casa de la Maure, pensé que era para toda la vida. Los dueños, dos viejitos divinos. Era lo mejor que me había pasado después de tanto andar de casa en casa. El Bermejo. Me dijeron que era ¡él lugar!, verde, pájaros, acequias, serenidad, arte y buenos vecinos. La Maure serpenteaba su asfalto entre arboledas añejas, seguía el curso del Cacique Guaymallén para perderse más allá de las vías. Cuando puse la firma en el contrato, fue renacer, encontrar la felicidad perdida. Por esa época vivía solo, siempre anduve de una pareja en otra sin encontrar la exacta, la armonía, la cama grande llena, pero el hogar vacío. Ahora, una nueva etapa, había decidido pasar un tiempo conmigo, totalmente solo. Los viejitos se despidieron en la entrada, me dieron dos llaves, después se tomaron de la mano y caminaron lento hacia la Mathus, les sobraba el tiempo, respiré como si fuera la primera vez que lo hacía después de mi propio parto. Otro parto había sido desprenderme de Carmen, y para ella también, así que a festejar, luego acomodaría todo. Ahora destapar el Syrah, lo traía atesorado en su caja desde mi último cumpleaños, a brindar por mí, por mi vida que empezaba de nuevo.
Creo que no dormía tan tranquilo desde que mi vieja me arropaba cuando alguna gripe hacía estragos con fiebre y tiritones. La casa era grande, la recorrí de punta a punta, giraba como un trompo con los ojos abiertos para comprobar con certeza que yo, y sólo yo, estaba ahí. Me tiré en el sillón, único lugar libre de mudanza y fumé, vicio amigo, fumé mientras miraba el techo donde colgaba un cable negro con una lámpara vieja de filamento.
De madrugada me despertó un ruido, imaginé alguien moviendo muebles con patas de hierro y arrastrándolos sobre un piso de mosaico, un chirrido agudo. Me senté en la cama y el ruido se interrumpió, como si me hubiera descubierto. Esperé unos segundos y nada, fui hasta la cocina, me serví un vaso de agua, regresé a la cama y se escuchaba sólo el silencio. Es increíble que el silencio tenga su propio sonido, pero lo tiene, es seco y vibrante, si uno pone atención, hasta se percibe el latido que empuja la sangre al recorrer las venas, en ese paseo sinuoso que da la vida. Miré el reloj, las cuatro y veinte. Cerré los ojos y pronto estuve derrumbado en el intenso sueño reparador. El grito de un niño volvió a despertarme, no era un bebé, era un niño, de unos cinco o siete años, lloraba y gritaba MAMÁAA… MAMÁAA, NOOO, NOOO. Otra vez sentado en la cama, ahora sí sobresaltado. Quedé tieso en la penumbra, era una noche clara, con la luna que se percibía entrando por la ventana. A mis espaldas, desde la pared, llegaban los gritos de la criatura, golpeé con los puños varias veces los ladrillos de adobe, para que entiendan que escuchaba, que se detuvieran, esperé la reacción, imposible que no hubieran escuchado mis golpes, hubo un silencio momentáneo y nuevamente los gritos, MAMÁAAA… MAMÁAA, NOOO, NOOO. El niño repitió tres veces lo mismo y luego la nada, todo tal cual como la primera vez. Busqué otro vaso de agua, lo llevé al lado de la cama y ahí quedé, despierto, los ojos sin parpadear, esperando, para qué dormir si todo iba a empezar en cualquier momento, el rito de sentarme, ir a buscar agua, tomar e intentar dormir. Pero no, nada, pasaron los minutos, las horas, la noche, no se volvió a sentir un solo grito ni el arrastrar de muebles.
Amaneció, el Sol trajo la potente existencia en El Bermejo, las catas chillando en el sauce eléctrico y un bichofeo partiéndome los oídos hasta que se cansó y salió volando a disfrutar del alba. Para la inaugural noche en el paraíso, me había sacado un cero en serenidad.
Durante las primeras semanas de mi exilio no hice amigos, prefería así, estar casi en secreto, volverme huraño, recorrerme por dentro después de tantas idas y vueltas. A la única que saludaba era a una muchacha de unos treinta y pico que todas las mañanas salía con su hijo de alguna de las casas y cuando pasaba frente a la mía se detenía unos segundos para saludar, buen día, buen día y seguía con su paso rápido para perderse en la curva de la calle. Las noches serenas en El Bermejo cumplieron su promesa, nunca más los ruidos, salvo el vibrar de las hojas de álamos, plátanos y carolinos, un susurro, un golpeteo, el idioma del viento por estos lugares.
Después de dos meses, cuando ya me sentía ciudadano de la Maure, volvieron los ruidos, los gritos, los llantos, mis insomnios, mis vasos de agua, las pastillas, nada hacía efecto, ni mis puños que se gastaron de marcar los adobes. Nunca había ido por la calle para el lado contrario, mis pasos iban sobre la Maure hacia la ciudad, hacia la Mathus, pero nunca al revés por la calle de tierra, para saber quienes vivían en el callejón, quién era la vecindad cercana, quién vivía pegado a mi pared, a la cabecera de la cama, a mis desvelos. Me dormía, en el cincuenta, en la oficina sobre las carpetas, mientras cenaba, hasta que decidí, ¡de esta noche no pasa!, si se repiten de nuevo los ruidos voy a investigar aunque me cueste perder la paz huraña conseguida. Voy a protestar, a patearles la puerta, y si no atienden, tirarla abajo. Y así fue que pasó, gritos, muebles, súplicas, la peor noche. Me desafiaban. Parecía que sabían. Puse mi peor rostro, caminé por el callejón hacia lo desconocido, hacia la casa de al lado, la oscuridad se hamacaba al ritmo de la luz del poste de calle, hacía frío, la luna estaba ausente con aviso, y justo al lado, detrás de mi pared, de mis sueños interrumpidos, encontré un cartel entre los altos pastos que decía, SE VENDE LOTE CON TODOS LOS SERVICIOS.