¡Seño, ahí viene el ruido! Del cielo llega el bramido del motor, ese que parece una metralleta. Se te mete en la cabeza. Te perfora. Cada día a las diez, llega el taladro que rompe la armonía en el silencio del campo.
Cuando toca la campana, a las ocho, todes en fila. En la escuelita no hay timbre de esos modernos, sólo campana. La Dire sacude el brazo de un lado para el otro, se le zamarrean las pulseras plateadas por la muñeca y entre las mangas del delantal blanco inmaculado. Bella esa música, metálica, ordenada, en cuanto parece que se apaga, ya está el otro golpe atrás para sumarse. Diez campanazos, diez. Adentro. La campana se escucha a leguas, por entre medio de las siembras de choclo y girasoles que se despiertan con ganas de meterse también en el Cole. Las acelgas y los rabanitos se ponen más verdes en la quintita de la escuela. El horizonte allá a lo lejos, dibuja apenas una curva, donde algunos álamos parece que bailan al viento.
El Sol me entra por los ojos desde la ventana que da al Este. Yo sé que la seño habla, que desde el frente del aula da las primeras indicaciones, dice cosas que importan, todes atienden, no vuela ni una mosca, pero en la ventana que da al Este, sale el Sol. No puedo evitarlo. Es una fiesta. Cerca de las ocho y cuarto, va creciendo el otoño, como a esa hora el sol se viene de júbilo. Los girasoles son los primeros en descubrirlo. Por eso los llamarán así. Caiduchos le andan por la noche, pero en cuanto la luz llega, se respingan, como que les inyectan alegría desde las venas, su sabia corre alocada por dentro, y ahí nomás, ahí nomás se ponen firmes, giran aún medios dormidos, y le apuntan al astro caliente. ¡BIENVENIDO A LA VIDA DON SOL! El campo se pone naranja, el verde salta desde abajo y los choclos dejan ver su sonrisa. El campo nace. Y yo ahí, perturbado. Como a las nueve ya todo está en orden y vuelvo a la clase, al dos por dos, a Belgrano el gran patriota, San Martín con sus granaderos negros, criollos, y algunos blancos cruzando la cordillera y dando pelea, trepando las venas de América hacia el Norte. Tres por tres nueve.
Todavía siento un dolor acá en el costado, a la derecha, la doctora que me mira dice que me quede tranquilo, pero me duele. Mamá está seria, ella fue siempre muy alegre, hay que verla bailar, es un trompo mi vieja. No hay dentadura más perfecta en el mundo, dientes blancos y derechitos. A la gente, de verla reír, se le pasan las penas, así me dice siempre la Tía Marta. Ahora esta seria, me duele acá a la derecha. Mamá no se mueve del rincón. La habitación es blanca, muy blanca y hay mucha luz, hace días que no veo el Sol a las ocho y cuarto. No sé porqué me pican los ojos, será por eso, mucha luz. Igual Mamá está oscura, le pega la luz de frente allá en el rincón, pero está oscura. Los brazos cruzados y la vista en el piso, no me mira, como si yo no estuviera, me sigue doliendo acá a la derecha, la doctora me dice que me estoy portando bien, que soy un buen chico, ya tengo 8 añitos, soy grande, y siempre me porto bien, solo me pierdo un poco desde las ocho a las nueve porque sale el sol, y los girasoles bailan y quieren abrazarlo y después entrar a clases. A la seño le había dicho que me picaban los ojos después del ruido. El ruido llega como a las diez, el motor de la avioneta se mete en el aula a tal punto que a la seño ni la escucho, yo me siento al fondo, a la izquierda, ahí está la ventana más grande que da al campo. Ya desde lejos se escucha el motor cuando viene, me parece ver a los maizales que se agachan por miedo que la hélice los decapite, llega rasante, el motor cada segundo se hace más fuerte, yo lo miro desde la ventana, todo el grado hace lo mismo, si total a la seño ni se la puede escuchar. Y ahí está, pegado a la tierra, pintado de negro, y detrás una nube blanca cubriéndolo todo. La seño siempre grita ¡ahí viene, ahí viene!, esa es la señal para cerrar las ventanas, y corre Cecilia, que es la más alta, a pegarle el tirón a la ventana de adelante y yo que estoy cerca de la otra, me subo al banco y tiro fuerte para abajo. Cerrado.
Hay que ver como queda el vidrio, todo mojado, pegajoso, chorreado de blanco. Al señor del campo ya le habían dicho que no fumigue, que no está bien, que cae sobre el cole todo eso que tira. Seño me pican los ojos, seño.
La doctora me escucha el corazón, me dice que está fuerte como el de una caballo, y yo me acuerdo del Tobi, que es el caballo del Sergio, cada vez que me deja lo monto un rato, hay que ver como montando en cuero se le escucha el corazón al Tobi, fuerte, como otro caballo galopando por dentro. Y así debe estar el mío, eso es bueno pienso, me voy a sanar. Pero mamá está oscura, sigue en la esquina. Justo la veo entrar a Tía Marta, seguro está esperando que mi vieja sonría y le de alegría a todo el hospital, pero no, mamá llora y abraza a Tía Marta. Algo anda mal, no sé, pero algo no esta bien aunque mi corazón galope como un caballo, como el Tobi. Me duele acá a la derecha y me pican los ojos doctora. Todo va a estar bien Manuel, tenés un corazón de hierro.
A lo lejos escucho el ruido del motor. Serán las diez seguramente, les chiques estarán en el Cole, hoy no fui, hace unos días que no estoy yendo, no sé, ojalá vuelva, ojalá la semana que viene no me duela más acá a la derecha, cerca del ombligo. Tengo unas ganas de ver el amanecer a las ocho y cuarto.