Por Ruben Vigo
Eran las tres de la madrugada y la comisaría estaba desierta. No había ni un alma dando vueltas. En el escritorio dormitaba un milico, el codo apoyado sobre la madera y la cabeza aguantada por las manos en forma de bandeja. En la pared, sobre un soporte metálico, un televisor blanco y negro hablaba solo, las noticias caían, resbalaban por la pintura descascarada y rebotaban contra el mosaico. San Martín en un cuadro observaba desde lejos, como distraído y serio, el pobre se encontraba prisionero en el marco de madera y era el único despierto del lugar.
Un hombre entró y se fue directo al escritorio, tronaban en la madrugada los tacos del negro calzado bien acordonado. El tipo llevaba un sombrero de ala ancha que partía el aire, mientras decidido, avanzó hacia el escritorio. En cuanto llegó, se paró delante del milico que estaba dibujado y babeando. Un puñetazo sobre la madera bastó para que el uniformado se derrumbara y su brazo y cabeza le cayeran rebotando sobre la mesa.
– ¡¡Dormido, carajo!! -, gritó el hombre.
– Así me va a cuidar, ¡¡despierte che!! -, repitió.
El milico intentó enderezarse, hasta intentó pararse y la silla se le fue para atrás estallando contra el piso. Ahí sí tuvo instinto de milico y manoteó el arma para defenderse, con la otra se limpió la baba que todavía le chorreaba por el cachete y empezaba a rozarle el cuello de la camisa. El tipo lo miraba más firme, más serio que San Martín, había apoyado las dos manos sobre el escritorio y tenía el cuerpo hacia adelante, amenazando.
-¡Qué le paaaza hoooombre! – algo de voz le salió al uniformado, un poco aflautada y dudosa, pero se iba recomponiendo y entendiendo dónde estaba, el pobre no estaba para una condecoración por cumplimiento del deber, más bien para patearle el culo estaba.
Levantó la silla y aflojó la mano sobre la nueve milímetros, miró el reloj de soslayo, eran las tres de la madrugada, y pensó, qué hace este tipo acá en medio de la noche, con ese sombrero de ala ancha y una nariz enorme avanzando en punta como mascarón de proa.
-¡Qué le paza hombre, qué le paza que anda golpeando ezcritorioz en mitad de la noche che!-, le increpó el milico al ciudadano reemplazando las “s” y las “c” por una “z” prolongada.
-¡No ve que ezto ez una comizaría, no ze puede entrar a loz golpez en el rezinto de la Ley carajo!-, y eso último sonó importante, voluminoso, y retumbó hasta en los propios oídos del milico que se envalentonó alzando la voz, dándose autoridad. Ambos hombres, estaban parados frente a frente solo separados por el escritorio. El tipo no se amilanó, es más, ni movió los brazos de donde los tenía apoyados. Las manos huesudas firmes, le clavaba los ojos y parecía indagarlo, estudiaba los pasos a seguir como en un juego de ajedrez.
-¿Cómo mierda está durmiendo en la guardia cuando están robando a todo el mundo por las calles?, ¿quién es el jefe acá, quién?-, lo increpó, estaba enfurecido, tenía una voz grave y potente, hasta parecía milico, pero con esa ni en pedo.
-El jefe no eztá, ¿y quién ez uzté?- le replicó el Cabo como poniéndole onda a la charla.
-Yo soy Abelardo Montenegro Torrijos…-, y quedó un eco en el aire, el nombre zapateaba por la guardia a varias bandas, de la pared sur a la norte, de la norte a la oeste y de la oeste le entraba por los oídos al milico que recibía la estocada, hasta San martín se había puesto más firme en el cuadro.
– A mí… no me dize nada – se repuso el milico después de lo que parecía una punzada, permaneciendo con hidalguía detrás del escritorio, – ¡¡Uzté puede zer el mizmo Zan Martín (y San martín abrió un poco los ojos) que aquí no me tiene porqué entrar a loz gritoz en medio de la madrugada, qué mierda!! – se hacía el duro, pero por dentro estaba asustado, igual representaba muy bien el papel de valiente, de hombre curtido en matanzas y agresiones, hombre defensor de la ley y el derecho.
El tipo retiró las manos del escritorio, parecía que iba a pegarle, que estaba tomando carrera para saltar y agarrarlo de las solapas hasta matarlo, pero no, y repitió: – Yo soy Abelardo Montenegro Torrijos, un ciudadano de esta Nación – y en ese instante sí parecía un loco, las últimas palabras las había dicho en posición de firme y sacándose el sombrero con una reverencia hacia delante, como un mosquetero del rey.
– Yo soy Abelardo Montenegro Torrijos, un ciu… – y el milico le cortó la frase con un fuerte golpe sobre el escritorio, le cortó justo cuando ya empezaba de nuevo con las reverencias, y el sombrero, y todo lo que ya había hecho. A esa altura la autoridad ya estaba bien despierta y sabía que el loquito que tenía delante lo iba a joder toda la madrugada sino se lo sacaba pronto de encima. Lentamente fue rodeando el escritorio sin perderlo de vista, atento a su presa, se iba levantando la manga de la camisa y comenzaba a aparecer un brazo robusto y peludo debajo de la tela. El tipo siguió callado, mudo, paralizado, lo miraba venirse al milico, y cuando ambos estuvieron a sólo treinta centímetros uno del otro, se dio cuenta que algo andaba mal. El hombre tenía el rostro lleno de pozos, alguna varicela mal curada, acné de su juventud o vaya a saberse que cosa rara tenía en esa piel hecha mierda. Los ojos le salían debajo de las alas del sombrero, eran brillantes, oscuros y muy vivos, se movían inquietos apoyándose sobre todo el adversario. El tipo analizaba descaradamente al milico, intuía que lo iba a trompear, que lo iba a destrozar si respiraba fuerte, y tenía razón. El milico gordo y de brazos enormes estaba enfurecido. En penumbras el televisor repetía la misma película de Isabel Sarli de la semana pasada, los mismos labios, las mismas tetas, la misma audiencia ausente. Lo agarró del cuello y lo levantó como a un niño, el tipo pataleaba en el aire, estaba suspendido como si no hubiera gravedad, mientras desde la calle se escuchaba a dos borrachos que se puteaban.
– Soy Abelardo Mont….. -, repetía, trataba de gritar, pero apenas respiraba, la mano peluda le estrangulada la traquea, el Cabo lo miraba por debajo del sombrero. Mientras lo sostenía con la mano derecha, con la izquierda le lanzó una trompada que se incrustó en las costillas del hombre de sombrero alado hasta lograr que el hígado tropezara con la columna. San Martín se tapó los ojos. El tipo abrió la boca hasta los ojos, no le entraba aire y seguía pataleando desesperado.
– ¡¡Y ahora…, ahora gritá de nuevo, ahora que ya eztoy dezpierto, gritá tu nombre… Z I U D A D A N O!! -, se reía mientras decía ziudadano, se reía a los gritos en la cara ahogada de aquel hombre, en esa cara cada vez más azul, color propio antes del desmayo, y se reía hasta que leyó la tarjeta que volaba desde el bolsillo del saco, una tarjeta blanca con letras en color oro, una tarjeta que decía Dr. Abelardo Montenegro Torrijos, juez de turno.